Escala de grises

Historias cortas

 Escritos. Diciembre 29 de 2025.
Daniel Cañizares ‐ 3 min de lectura

Escala de grises

Una fría tarde, como cualquier otra, en el opaco edificio gris de la calle 101, tres personas llevaban ya varias horas sentadas en torno a una mesa. Los cubría una luz blanca, intermitentemente molesta. Se encontraban en el salón ciento uno, que era igual a los otros cien que le precedían en el interminable pasillo de las oficinas de Greenhart —“50 años creciendo con la naturaleza”—, aunque sus clientes sólo los reconocerían por vender estiércol procesado como fertilizante.

Un tipo regordete y de bigote prominente masticaba una zanahoria orgánica mientras daba su discurso de la semana. Su voz tenía el volumen de alguien que disfruta escuchar su propio eco.

—Bueno, equipo —dijo, levantando la zanahoria como si fuese un puntero láser—. La dirección quiere un récord de ventas el próximo mes. Récord. Histórico. Quiero que la palabra “mierda” vuelva a significar algo grande en este país.

Del otro lado de la mesa, un calvo hurgaba industriosamente su nariz. Al moverse, dejó caer un vaso con extraño líquido de color verdoso, salpicando a la compañera –Jacky— que estaba a su izquierda. Saltó a toda velocidad al sentir el frío recorrer su espalda, pero sus palabras fueron más rápidas y un “joder” se escabulló entre sus dientes.

El gordo empezó a mascar y escupir a toda velocidad. Estaba rojo. Como poseído por un demonio.

—No, no, no. No te me puedes perder así… —soltó, clavando su mirada en Jacky—. Sabes que es muy bla, bla, bla, bla…

Las palabras se fueron difuminando. Jacky ya no oyó nada más. Su cuerpo seguía ahí, pero su mente no. El calor comenzaba a subir por su cuerpo al tiempo que sentía un intenso cosquilleo en su corteza cerebral. El cuerpo gritando: voy a explotar. Pero se supo contener, como lo había hecho los últimos cinco años de su vida. La sensación de la ropa mojada se desvaneció.

Prefirió centrar su atención en su taza de café. Tampoco es que fuera algo impresionante, de hecho, la palabra taza le daba una rigidez y elegancia a la que el icopor jamás podrá aspirar. Aun así, sintió que ese vaso era mejor que todo lo demás que ocurría en el salón 101. Pensaba en cómo había llegado allí, intentando recordar el punto en el que su vida había tropezado con tan mala suerte. Recordaba su rostro jovial y sin arrugas, aunque se le antojó que era menos malo pensar en ellas como cicatrices de guerra, una por cada sueño destruido. Y sonrió de verdad. Pero sólo un par de segundos.

—¿Estás ahí, señorita maravilla? —interrumpió la antipática voz del gordo —. La reunión terminó.

Jacky volvió a sentir su ropa mojada. La ira retornaba con fuerza mientras todos se pararon. Nadie se despidió. Quedaron solos ella y él. Asió la taza de café ya fría. Arrojó los residuos color ocre en la cara regordeta de su jefe, le dijo lo que tantas veces se había guardado para sí misma, lanzó un grito, y corrió. Tomó el ascensor, sintió que era libre… pero regresó a la realidad, estripó el icopor, lo tiró en la basura que estaba en la esquina del salón. Sonrió a su jefe cuando le sostuvo la puerta para salir de la sala de reuniones, aunque sabía que sólo lo hacía con la intención de mirarle el trasero de reojo. Se alejó hacia su puesto de trabajo, el setecientos sesenta y dos. En la pared un cartel leía:

Greenhart, empleados felices: todos somos más que un número”.

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